miércoles, 9 de febrero de 2011

Las desgracias.

Las Desgracias.

No hay más que discutir. Las desgracias te las tiran por debajo de la puerta. Es así como comienza. Entra como un coche de carreras dando trompos hasta perder la velocidad y quedar varado. Los asistentes corren hacían al auto y ahí nace el horror y se toman las cabezas y maldicen a toda la familia. Que quién duerme con aire acondicionado, que en el invierno tu calefactor estaba al máximo todas las noches, es ella la que tiene el noviecito en Uruguay, báñate con ducha papá! Son alguna de las tantas frases que suelen escucharse después de la aparición de la desgracia, si es que viene una. Porque desde hace un tiempo se empeñan en mandártelas todas juntas y nunca fallan en su misión, todas pasan el limite de la puerta.
Será por eso que alguna vez mi vieja les armó una barricada en la hendija que quedaba entre la puerta y el piso. Cada vez que entren acomoden el “chorizo” en la puerta. Se excusaba que era para que no entraran ratas, lo cierto es que jamás había visto una en casa. Pero acomodar lo que mi vieja llamó “chorizo” era una ley para habitantes y visitantes.
Ellos se las ingeniaban, hablo de los que se encargan de repartir desgracias, en hacerlas llegar. Así nació el buzón. Esa pequeña casita cuadrada recibidora de tragedias y rara vez de cartas de amor. Más tarde mi madre se encargó de soldar la puertita del buzón y creímos que todo se había solucionado.
Con a los años nos dimos cuenta de que no fue una buena solución, cuando mi vieja baldeaba la vereda y el tipo que traía las desgracias la encontró afuera -cabe aclarar que mi madre intento escapar sin suerte- y le entregó un sobre sellado. Al abrirlo sobre la mesa con la familia reunida leyó que debido a reiteradas ausencias de pagos de desgracias, el Estado nos demandaba por una cifra de varios ceros. Los de la desgracia siempre se salen con la suya, nos dijo mi madre antes de acomodarse en el banco de la plaza. Es que acá nunca apagan las luces, protesté.

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